Hay una realidad silenciosa, pero profundamente arraigada, que atraviesa la vida de millones de mujeres en situación de pobreza. Es una cadena invisible que se empieza a forjar desde la infancia y que, si no se rompe a tiempo, se convierte en un ciclo que se hereda de generación en generación. Hablamos de la pobreza, sí, pero no solo de la falta de recursos. Hablamos de la pobreza de oportunidades, de creencias limitantes, de violencia normalizada. Y en el centro de todo esto, está la mujer.
En nuestras comunidades más vulnerables, la mujer suele ser la cabeza del hogar. Es ella quien sostiene, quien cuida, quien educa. Pero también es ella quien carga con una historia de abusos, de exclusión y de luchas diarias por sobrevivir. Luchas que, muchas veces, no llevan a ningún lugar. Luchas que son solo eso: el esfuerzo de cada día por poner un plato de comida en la mesa, sin tiempo ni espacio para soñar o construir un futuro diferente.
Desde pequeñas, estas mujeres crecen escuchando un mismo mensaje: “tu rol es tener hijos, cuidar a los otros, resistir”. Aprenden a normalizar el abuso, a pensar que ser mujer es sinónimo de sacrificio sin recompensa, de dependencia económica, de relaciones violentas como única forma de vínculo posible. Crecen creyendo que no son capaces de sostenerse por sí mismas. Y esa creencia es tan poderosa que define su vida y la de sus hijos.
La autoeficacia, ese concepto que parece técnico pero que en realidad es profundamente humano, es clave aquí. La autoeficacia es la creencia de una persona en su capacidad de lograr algo. Y en el caso de estas mujeres, esa creencia ha sido históricamente negada o anulada. Creen que no son capaces de generar ingresos dignos y sostenibles, que su única moneda de cambio es su cuerpo o su rol de cuidadoras. Y cuando una mujer no cree en su propia capacidad, la pobreza económica es solo la punta del iceberg de una pobreza mucho más profunda.
Pero algo cambia cuando logramos transformar esa creencia. Hemos visto cómo, cuando una mujer empieza a reconocerse como capaz, cuando descubre que puede generar ingresos propios, tomar decisiones sobre su cuerpo y sobre su vida, se convierte en una fuerza imparable. Y ese cambio no se queda en ella. Lo hemos llamado el efecto dominó, porque al transformar a una mujer, transformamos su hogar, sus hijos, su comunidad.
Una madre que rompe el ciclo de violencia educa a sus hijos varones para ser hombres distintos, que no repiten el machismo ni la violencia que recibieron. Una madre que se sabe capaz cría hijas que sueñan con ser más que cuidadoras. Y así, poco a poco, una transformación silenciosa empieza a propagarse.
Por eso, en Fundación El Nutri decimos que la mujer es la primera ficha del dominó. Si logramos empoderarla de verdad, si logramos que deje de luchar solo por sobrevivir y empiece a construir una vida digna y llena de posibilidades, todo lo demás empieza a caer en su lugar. Pero eso requiere un trabajo profundo, valiente y a veces doloroso. Cambiar las creencias arraigadas de toda una vida no es fácil. Mucho menos cuando el entorno sigue siendo hostil. Pero es posible. Lo hemos visto.
En Fundación El Nutri trabajamos cada día para romper esos ciclos de pobreza, empezando por transformar las creencias que limitan a las mujeres. Porque cuando una mujer cree en sí misma, es capaz de cambiar su vida, la de sus hijos y la de su comunidad.
Hoy te invitamos a ser parte de este cambio. Tu apoyo puede darle a una mujer la oportunidad de volver a soñar, de educarse, de emprender, de criar hijos libres de violencia. Puedes ayudarnos a encender esa primera chispa que transforma todo a su alrededor.
Súmate a Fundación El Nutri y construyamos juntos un futuro distinto.